Había quedado con un buen amigo para comer y hablar de algunos proyectos que tenemos en marcha. Muchas veces, debido a la distancia geográfica que nos separa, buscamos un lugar intermedio donde poder realizar estas reuniones-charla-terapia. Esta vez, por recomendación de mi amigo, decidimos probar un nuevo sitio que le habían recomendado.
Realmente debía ser un buen lugar para comer. El sitio, aunque no era muy grande, estaba lleno hasta la bandera. No obstante decidimos esperar nuestro turno: mesa para dos. No teníamos mucha prisa y lo que veíamos en los platos no estaba nada mal.

Lo cierto es que no tardó demasiado en aparecer un lugar «libre» en el restaurante. Era una mesa de cuatro personas que terminó de comer. Pensamos en ese momento que había llegado nuestro turno. No obstante, iban pasando los minutos y nadie nos hacía señas para poder ocupar la mesa. Llegamos a pensar que nos habíamos vuelto invisibles. Al cabo de un mucho rato, y de forma claramente ostensible, nos invitaron a pasar y sentarnos en esa mesa de cuatro.

Contentos por el progreso y con cierta hambre pendiente de saciar después de la espera, procedemos a empezar el ritual de escoger que comer. Pero, ¡un momento! Hay una mesa de dos que queda libre… No sería muy importante de no ser que…

Camarera (de forma amable): «Hola señores, antes de pedir, ¿les importaría cambiarse a esa mesa de dos? Allí estarán mejor«.

¿Mejor? ¿Mejor dice? ¿Para quién mejor? Ah! si, mejor para el restaurante. ¡Claro! Si ahora entraran 4 personas para comer, les podían ofrecer la mesa en la que estamos sentados y así, negocio redondo. Para ellos. Porque lo cierto es que, huelga decirlo, mi amigo y yo estábamos la mar de bien en esa mesa de cuatro. Ciertamente, creo que no nos importaba demasiado cambiarnos. Pero lo que nos causo gran sorpresa fue el argumento:

«Allí estarán mejor»!!!

Bastaba con decir la verdad:

«Si no les importa, ¿les iría bien cambiarse a la mesa de dos? Si viniese un grupo de cuatro podríamos ubicarlos en esta mesa. Gracias». Sencillo, ¿no? Quizás algo arriesgado. Podríamos haber dicho que no. Pero valía la pena correr el riesgo, ¿no?

¿Cuál es la consecuencia? Comimos, no disfrutamos mucho la comida, vimos todos los defectos del mundo al restaurante y acabó siendo una experiencia como mínimo mediocre. Y lo que es peor: creo que han perdido para siempre dos clientes. Porque no creo que nos queden muchas ganas de volver al restaurante del que nos hicieron levantar de la mesa porque a ellos les iba bien.

Para crear clientes de por vida hay que hacer grandes esfuerzos para iniciar y cultivar una relación que dure a lo largo del tiempo. Y la mejor manera de iniciarla es siempre la actitud de ponerse en el lugar del otro y vivir la experiencia como propia. Una experiencia en la que cada detalle cuenta.

En Ideatius ayudamos a nuestros clientes a encontrar y diseñar experiencias positivas para sus clientes. Si piensas que podemos ayudarte a mejorar este aspecto contacta con nosotros.